A veces he soñado, al menos, que cuando el día del juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de Estado vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”. Virginia Woolf -Un cuarto propio y otros ensayos-

Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.

Roberto Bolaño

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Tuesday, May 17, 2005

Joaquín Leguina -Elogio de la lectura-

Elogio de la lectura
Joaquín Leguina


“¡Lee para vivir!”
(G. Flaubert en carta a Louise Collet)

Todas las artes se nutren de la misma materia, persiguen una misma ilusión, pues pretenden trasladar emociones, bellamente expresadas, pero sólo hablaré aquí del libro, de la literatura. Y no le viene mal al libro que se le haga un elogio, que será también la exaltación de la memoria, de toda la memoria de este mundo. Un homenaje pertinente en un país, como el nuestro, en el cual más de la mitad de los adultos que pueden hacerlo (apenas existen ya analfabetos en España) declaran no leer jamás un libro.
A la información se llega hoy fácilmente. Al menos, a eso que llamamos “información”. Una información, generalmente manipulada, que con frecuencia nos abruma y hasta martiriza. Sin embargo, ¿cómo llegamos a la sabiduría? Para eso, entre otras cosas, están los libros. Además, leer, y leer bien, es uno de los más grandes placeres que puede darnos la soledad. El más saludable desde el punto de vista espiritual.
Leemos porque nos es imposible conocer a toda la gente a la que desearíamos poder escuchar. También, porque la amistad es vulnerable y puede desaparecer a manos de la incomprensión y de la muerte.
El deseo de leer consiste en preferir. Amar, a fin de cuentas, es regalar nuestras preferencias a quienes preferimos y estos sutiles repartos pueblan nuestra libertad. A menudo, lo único que nos habita son los amigos y los libros.
He dicho que la lectura es un placer profundo y solitario, pero también nos permite conocer “al otro” y conocernos a nosotros mismos. Al fin y al cabo, como dejó escrito Emerson, los libros “nos llevan a la convicción de que la naturaleza que los escribió es la misma que aquélla que los lee”. En el libro vamos a sentirnos próximos a nosotros mismos. Es él quien nos va a convencer de que compartimos una naturaleza única, por encima del tiempo.
Desde la niñez, que se pasa delante del televisor, se accede hoy a la adolescencia frente al ordenador, y a la universidad que, quizá, reciba a un estudiante difícilmente dotado para admitir la idea según la cual es preciso soportar, tanto el haber nacido, como el destino mortal que nos aguarda. Es ésta una visión pesimista, pero, en todo caso, no deseo, no quiero, caer en un tópico, el que asegura que “todo tiempo pasado fue mejor”, pues sigue siendo cierto, como escribió Franz Kafka hace ya más de un siglo: “jamás le haremos entender a un muchacho, que por la noche está metido en una historia cautivadora, que debe interrumpir su lectura y acostarse”.
El poeta francés Georges Perros era profesor de literatura en Rennes y leía a sus alumnos. Una de ellos, una muchacha, recordaba aquellas lecturas con añoranza: “Él (Perros) llegaba al instituto los martes por la mañana, desgreñado por el viento y por el frío, en su moto azul y oxidada. Encorvado, con un chaquetón de marinero, la pipa en la mano. Vaciaba una bolsa de libros sobre la mesa, se ponía a leer y era la vida…
No había más luminosa explicación del texto que el sonido de su voz. Nos hablaba de todo, nos leía todo. Todo estaba allí pletórico de vida. Perros resucitaba a los autores, que acudían a nuestra clase completamente vivos, como si salieran de Chez Michou, el café de enfrente”.
No hay nada milagroso en esta narración, el mérito del profesor es prácticamente nulo en esta historia. El placer de leer estaba allí, secuestrado por un miedo adolescente y secreto: el miedo a no entender.
Si al encanto del estilo se une la gracia de la narración, cuando lleguemos a la última página y cerremos el libro, nos seguirá acompañando el eco de su voz: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.
Leer, leer… pero ¿de dónde sacar tiempo para leer? El tiempo para leer, como el tiempo para amar, siempre es tiempo robado. ¿Robado a qué? Robado al deber de vivir, pero, dichosamente, el tiempo para leer, igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo de vivir. La lectura no depende de la organización del tiempo social, es, al igual que el amor, una manera de ser. Basta una condición para la reconciliación con la lectura: no pedir nada a cambio.
La reina Victoria llevaba trece años reinando cuando nació Stevenson, que murió siete años antes que ella. La reina Victoria reinó sobre su imperio sesenta y cuatro años y dentro de dos siglos pocos sabrán quién fue y, sin embargo, la mayor parte de nuestros tataranietos seguirán navegando en la Hispaniola hacia “La isla del tesoro”.
Dios o la naturaleza, según se mire, ejercen el derecho a exigir nuestra muerte, pero nadie, tampoco ellos, reclama de nosotros la mediocridad. Leemos para huir de ella. Nos acercamos a Shakespeare, a Cervantes o a Galdós porque la vida que nos trasladan es de un tamaño mayor del natural. En verdad, su escritura es una bendición en un sentido estricto: “la vida plena en un tiempo sin límites”.
Leer es un goce, aunque resulte, a veces, un placer difícil. Pero esa dificultad placentera llega, y no en pocas ocasiones, a lo sublime. Además, otorga una versión de lo sublime para cada lector. Se lee para iluminarse uno mismo, y aunque no sea posible encender la vela que alumbre al vecino, se le puede indicar donde está la candela.
La literatura pretende un objetivo que parece inalcanzable: trasladar al lector la emoción de la vida en toda su complejidad. El milagro reside en la capacidad del escritor para conseguirlo. Un milagro que, por suerte, se repite con alguna frecuencia. Un milagro estético, que no depende de la ideología, de la metafísica o la filosofía del autor, sino de su talento. Un talento que se reclama del alma solitaria, del ser profundo, de nuestra recóndita interioridad.
Su memoria, la del creador, es, también, nuestra memoria. Una buena novela, una obra de teatro o un poema están contagiados de todos los trastornos de la Humanidad, incluido el miedo a la muerte, que el arte pretende transmutar en una ilusión, la de ser inmortal a través de la propia obra.

“Toda mala poesía es sincera” escribió Oscar Wilde, pero no se trata de eso, no es la sinceridad la que maltrata una obra, sino la espontaneidad. Lo espontáneo se produce sin cultivo, sin el sumo cuidado que el creador ha de poner siempre en su hacer. Un trabajo hercúleo, que el lector ha de percibir con la sencillez y naturalidad con las que se contempla lo bello.
Un elogio de la lectura exige dedicar algún tiempo, por muy corto que sea, a El Quijote, la primera novela y, para muchos, la mejor. Un libro placentero en el que pasa todo lo que puede pasar.
Destacaré, dentro de esta obra magna, aquello que, a mi juicio (y al de tantos críticos), destaca por encima de todo: las relaciones entre el caballero y Sancho Panza. Ustedes pueden abrir la segunda parte del libro al azar y lo más probable será que se encuentren a Don Quijote y su escudero hablando, un intercambio, probablemente, malhumorado o burlón, pero en cuyo fondo aparece el respeto afectuoso que las personas debieran tenerse entre sí. Se escuchan y el escuchar los cambia. Hamlet se escucha tan sólo a sí mismo e igual le ocurre al capitán Ahab de “Moby Dick”, la novela de Melville; también a la quijotesca Emma Bovary, que muere de tanto escucharse a sí misma. Por el contrario, Alonso Quijano y su escudero, de tanto oírse, acaban por parecerse el uno al otro, aunque mantengan intactas su coherencia e identidad individuales.
Sancho y Don Quijote son un dúo amalgamado por el afecto y las riñas, pero existe entre ellos algo más que cariño y respeto mutuos. Son compañeros de juego, y el juego es todo un mundo con sus propias normas y su propia realidad. En efecto, lo cómico o ridículo guarda estrecha relación con lo necio, pero el juego no es necio, está más allá de la estupidez o de la necedad. Don Quijote no es un loco o un necio, sino un jugador, alguien que juega a ser caballero andante. Él se ha inventado un tiempo y un lugar ideales y en ellos se mantiene fiel a su propia libertad. Al fin es derrotado, abandona el juego, regresa a la “cordura” y muere.
Existen críticos cervantinos que persisten en colocarle a Don Quijote el sambenito de necio y loco y que señalan la supuesta intención de Cervantes en satirizar el “indisciplinado egocentrismo de su héroe”. Mas, si eso fuera cierto, no habría libro, porque ¿quién querría leer los hechos de Alonso Quijano? Herman Melville, y él sabía muy bien por qué, dijo que Don Quijote era “el sabio más sabio que jamás ha vivido”.
Cervantes, con su obra, divierte a todo tipo de lectores, pero el lector activo, al cabalgar junto a los dos aventureros, llegará a compartir con ellos la conciencia de que son personajes de una historia. Una historia inmortal.
En esta incitación a la lectura, que aquí intento, me es obligado hacer mención a la poesía. La poesía es la culminación de la literatura, porque es una forma profética, donde la lucha desigual entre el creador y las palabras llega a ser titánica. Aunque en los tiempos actuales, en los que reina la trivialidad, no se quiera saber nada de profetas y hasta se tome como verdad revelada la gran sandez, según la cual “una imagen vale más que mil palabras”, un buen poema, lo lea poca o mucha gente, sigue siendo una culminación, un homenaje a la palabra, al origen del ser humano, a aquello que nos hace diferentes de la naturaleza, de la animalidad, porque, como es sabido, el hombre piensa con palabras y sólo ellas permiten la comunicación entre las personas.
Leer poesía es, ante todo, una llamada a la atención. En efecto, un poema bueno se distingue de otro malo, porque aquél soporta con éxito la lectura atenta y vigilante. El poeta valioso manifiesta su creatividad abarcando mucho en breve espacio. Al fin y al cabo, el buen poeta es un visionario, capaz de mostrarnos objetos, sentimiento y seres con una intensidad desmesurada, llena, además, de connotaciones espirituales.
La poesía, además, es capaz de ayudarnos a construir ese imprescindible diálogo interior que Machado describió al confesar: “converso con el hombre que siempre va conmigo”.
Porque necesariamente hablamos con esa alteridad que nos acompaña, conviene que ese diálogo nos haga algo mejores y en ese proceso, al que la lectura nos impulsa y ayuda, podemos descubrir que somos más profundos y extraños de lo que creíamos.

Thursday, May 05, 2005

Julio César Londoño -Lectura, mercado y silicio-

Lectura, mercado y silicio
Julio César Londoño

En el siglo pasado la muerte del libro fue decretada tres veces. La primera se produjo a raíz del auge de la radiodifusión, luego de la Primera Guerra Mundial; la segunda, a finales de los 40, obedeció a la irrupción del televisor en los hogares; la tercera se está produciendo ahora, cuando se cree que el Internet y el CD ROM son escollos insalvables para el viejo y querido libro de papel. Bill Gates, el gran gurú de la era del silicio, afirma que sus días están contados.

Por ahora, las cifras indican otra cosa. El año pasado la industria del libro estadounidense -el país más "conectado" del globo- creció 8 por ciento, la sola Barcelona imprimió 20 mil títulos y la Fnac, una cadena francesa de librerías enormes como supermercados, donde la gente compra libros en canastas, abrió 12 sucursales en otros países del viejo continente.

El libro digital, en cambio, no despega. Stephen King, rey del best seller en soporte de papel, no ha vendido más de 2.000 copias de sus libros virtuales. Muchas empresas del ramo han tenido que cerrar, y otras se sostienen gracias a la popularidad de las enciclopedias en CD, obras de las que aún se venden algunos ejemplares por su precio, novedad, interactividad y fácil consulta.

De la arcilla al plástico.- A largo plazo, sin embargo, es probable, y deseable, que se cumpla el vaticinio de Gates. A volúmenes iguales, el costo de producción unitario del CD es mucho menor que el del libro, y su popularización salvaría millones de hectáreas de bosques. La distribución de "contenidos" en línea ("bajar" textos, imágenes, juegos, softwares) es de una eficiencia y economía con las que no puede competir el transporte real.

La desaparición del libro no es tan terrible como creen los lectores románticos. Es sólo un cambio de forma. Los mayores de 30 años extrañarán la textura y el olor del papel, pero algún día reconocerán que pasar del paralelepípedo de papel al disco plástico es algo tan cómodo como pasar de la arcilla al papiro o del trueque al papel moneda.

Lo más probable es que el libro de papel vuelva a ser lo que fue hace seis siglos, un exótico artículo de lujo. En el tercer mundo ya estamos alcanzando ese Medioevo: ¡el costo promedio de un libro representa 1/10 del salario mínimo! (En los países del Norte es sólo 1/50). En Colombia, se pueden señalar dos causas responsables de esta aberrante situación: la dramática disminución del salario real, es la primera; la segunda es la admisión de España a la Comunidad Europea. Para ser admitida en ese exclusivo club, España se vio obligada a unificar (léase 'elevar') los precios de muchos de sus bienes y servicios, entre ellos los libros, hecho que disparó los precios del mercado editorial iberoamericano. (De España vienen el 70 por ciento de los libros que leemos los colombianos). ¿?????????????????????????????

"Es que la gente ya no lee".- La repetida queja "Es que la gente ya no lee" es falsa, porque induce a pensar que en el pasado fuimos mejores lectores. En realidad, se leía menos por la sencilla razón de que la gente no sabía leer. (En Colombia, por ejemplo, el analfabetismo pasó del 90 por ciento de principios del siglo, al 10 ó 15 por ciento actual). Las exigencias de un mercado laboral cada vez más tecnológico han incidido en el aumento de los índices de escolaridad en el mundo, y por ende en el crecimiento de la tasa de lectura, en la segunda mitad de este siglo. El punto de inflexión se produjo exactamente en 1953, año en que el número de personas que manejaban información (empleados) superó por primera vez al número de los que manipulaban cualquier otra cosa (obreros) en Estados Unidos. Por eso se fecha en ese año el comienzo de la era de la información, al menos para los países del primer mundo.

En los países en desarrollo el número de empleados igualó al de obreros en la primera mitad de los 70. En Colombia, el desplazamiento de campesinos a las ciudades ocasionado por la violencia adelantó en dos o tres años la fecha del punto de equilibrio.

La queja correcta es "La gente no lee" o mejor: "La gente no ha leído nunca", particularmente cierta en el caso colombiano, cuya tasa de lectura es de 2,4 libros per cápita al año (¡incluidos los textos de estudio!). Uno puede tratar de tranquilizarse pensando que la televisión subsana las cosas, que las telenovelas y los dramatizados son sucedáneos de las novelas literarias (y quizá mejores), que los noticieros suplen mal que bien a los periódicos, que las series animadas reemplazan con ventaja a las tiras cómicas, que la historia es menos jarta en película y que un documental científico es más didáctico que un ensayo de divulgación.

El cubo mágico.- Todo esto es verdad, pero no es toda la verdad: muchas novelas son esquivas al cine (Cien años de soledad y Pedro Páramo son dos ejemplos cercanos y famosos); los "análisis" de los noticieros son muy superficiales comparados con los de los periódicos; sólo una pequeña parte de los temas y ensayos científicos es llevada al audiovisual, y casi siempre con mucho retraso con respecto a su publicación escrita; y hay materias -la filosofía, la economía y la matemática, entre otras- que son refractarias a la puesta en escena. Por todo esto, es claro que el cine y la televisión complementan, nunca reemplazan, la información escrita.

En la lectura hay un ejercicio intelectual y espiritual indispensable para la formación de la personalidad. Algo como de oración hay en la lectura. "Sin libros no hay hombres, y sin diarios no hay ciudadanos", dijo Churchill, uno de los mejores hombres y ciudadanos del Londres del siglo pasado. Escribir un proyecto, redactar una carta o sostener una conversación son operaciones cotidianas que requieren unas destrezas verbales que difícilmente adquiere quien no dedique siquiera unos minutos diarios a la lectura.

El desgano de la gente por los libros, y los pobres resultados en comprensión de lectura que arrojan las pruebas del Icfes nos están hablando a las claras de la urgencia de adoptar una estrategia agresiva para vencer esa apatía. El camino al desarrollo de un país pasa por la educación, y ésta pasa, en buena parte, por la información escrita -en papel o en pantallas de computador.

La estrategia.- Se me ocurre una estrategia de dos puntos. El primero es la construcción de bibliotecas públicas, dotadas con una buena sección de telemática, en todo el país. El déficit en este renglón es muy alto. Ni siquiera las ciudades intermedias poseen una biblioteca decente. El Ministerio de Educación ha hecho inversiones en dotación de computadores para escuelas públicas pero aún falta mucho. El segundo es pedagógico, y es un punto en el que hay que distinguir entre la literatura, por una parte, y la ciencia y las humanidades por la otra.

El programa de literatura en el ciclo de enseñanza básica está recargado de obras clásicas, antiguas y contemporáneas, de muy difícil digestión para un adolescente. Es imperioso reemplazarlas por obras contemporáneas breves y agarradoras. Estos cambios en el catálogo de lecturas deben ir acompañados por una reforma del programa de licenciatura en letras que haga énfasis en la crítica, entendida ésta como un arte de seducción, no de exégesis. Compilar una antología de ensayos críticos (donde no falten Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Pedro Henríquez Ureña, Paul Valéry, Oscar Wilde, Günter Blöcker y William Ospina) sobre las obras del nuevo catálogo, sería una excelente ayuda para el profesor de literatura.

Los signos en la grava.- Algo equivalente hay que hacer en ciencias y humanidades. Tenemos que reconocer que nos sobra información pero nos falta encanto. Hay que agregarle a la severidad de las teorías la gracia de la anécdota y la poesía del buen ensayo de divulgación. Es saludable interrumpir los cálculos de la clase sobre gravitación para contar que era tal el respeto que Newton infundía, que sus colegas de la Universidad de Cambridge daban rodeos para no pisar los diagramas que trazaba en la grava del patio; o interrumpir la lección de biología para contar que Konrad Lorenz solía recorrer los caminos de su pueblo en bicicleta, al atardecer, seguido por una bandada de pájaros. Los ensayos de Isaac Asimov, Carl Sagan, Martin Gardner o Antonio Vélez, y los documentales de Alfredo Molano, Audiovisuales, Discovery Channel y People and Arts, pueden ayudarnos a demostrarles a los estudiantes que el estudio puede ser también una fiesta y una pasión; a convencerlos de que la clase puede ser una prolongación del recreo.

Creo que la puesta en práctica de esta estrategia significaría el principio de la reconciliación de los jóvenes con los libros y con el conocimiento. Si todo fallara, habrá que apelar a argumentos menos nobles y recordarles, por ejemplo, que en el próximo siglo el oro ya no será de los que tengan tierras o petróleo sino información... compadecidos, los dioses de la era del silicio nos guiñan el ojo a los que no tenemos oro, petróleo ni tierras.