A veces he soñado, al menos, que cuando el día del juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de Estado vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”. Virginia Woolf -Un cuarto propio y otros ensayos-

Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.

Roberto Bolaño

Saturday, April 29, 2006

Fernando Báez -Los libros que no vamos a leer-

Los libros que no vamos a leer
Fernando Báez

Oscar Wilde, en uno de sus artículos más oblicuos, inteligentes y breves, titulado “Leer o no leer”, dividió los libros en tres clases: los que deben leerse (entre los que mencionó, por decir, la Autobiografía de Benvenuto Cellini), los que deben releerse (escritos por autores como Platón o John Keats) y los que no deben leerse nunca (para él todo libro que intentase probar algo por medio de argumentos). Olvidó, sin embargo, los libros que no pueden leerse, bien porque alguna superstición personal lo impide, una razón económica o simplemente porque resulta imposible hacerlo. Si se considera, y vale la pena dedicar este breve texto a ese fin, que hoy en día hay más libros y menos tiempo para leerlos, resulta fácil comprender que son miles o millones los textos valiosos que no vamos a leer nunca. Tengo, por decir (y perdone el lector que confunda la intimidad con la estadística), unos cuatro mil volúmenes en mi biblioteca, todos imprescindibles, oportunos, en la mayor parte clásicos o al menos importantes. Mi abuelo reunió unos mil, seguido por mi padre, que aumentó la biblioteca hasta llevarla a tres mil obras y, si no me equivoco, debo haber adquirido unos mil libros. Del modo que sea, aún leyendo con fanatismo 10 libros por mes, es decir, 120 libros por año, ni en un período de 30 años habré leído mi propia biblioteca. Esto lo veo, claro, a pequeña escala, porque desde una perspectiva más universal las preocupaciones son mayores. Las listas de clásicos que prodigan las sociedades de críticos cada cierto tiempo hablan de más de 20.000 obras determinantes para la historia de la creación del hombre. Nadie, al cabo de una vida, podrá leerlas y por un Cervantes que se conozca es probable que no se haya leído una novela tan enriquecedora como El juego de abalorios de Hermann Hesse. Por un García Márquez que se estime, se habrá dejado de leer a Plinio o a Stevenson, igualmente magníficos. Hay, por otra parte, libros extraordinarios que no están a nuestro alcance, por su idioma, por su precio o porque su acceso está restringido a pesar de las políticas editoriales demagógicas de estos tiempos. Se trata, asimismo, de libros que no vamos a leer, sin importar lo que hagamos. Ante esto, queda la nostalgia, la resignación y cierta sensación, digámoslo sin cortapisas, de alivio. En lo personal, creo que hay demasiadas cosas maravillosas por vivir que ninguna lectura puede compensar. Hay, además, un nivel de intensidad que proporcionan ciertos escritos que los hacen dignos de ocupar el espacio de decenas de otras lecturas. No cambiaría las cientos de horas que reservo para leer a Píndaro por conocer otros poetas. Pueden ser muy buenos, pero hay algo en Píndaro que llena mis días y que no logro definir (o no quiero explicar, aduciendo que como decía Cortázar una explicación es sólo un error bien vestido). Lo que importa, lo que debe predominar, es un sentido consciente de limitación justa, un equilibrio pertinente, audaz, fructífero. Es conveniente precisar que somos todo lo que nos limita. No vamos, ciertamente, a leer millones de libros; tampoco vamos a vivir millones de años ni a tener millones de vidas en la tierra. Por tanto, conviene pensar que esa clase de libros que ignoró Wilde en su lista debe servir sólo para concentrar esfuerzos en la búsqueda de grandes páginas que enriquezcan y hagan más auténtica nuestra vida.