A veces he soñado, al menos, que cuando el día del juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de Estado vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”. Virginia Woolf -Un cuarto propio y otros ensayos-

Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.

Roberto Bolaño

Tuesday, May 30, 2006

Alvaro Abos -Libros que muerden-

Libros que muerden
Alvaro Abos

Para algunos, leer es siempre bueno. Muchos niños han sido martirizados con esta ideología que adjudica a la lectura un poder civilizador a veces casi mágico. "Nene, tenés que leer, si no, nunca serás nada en la vida", amenaza el estereotipo de la madre imbuida de esta religión del libro, mientras zarandea a un infante quizá más interesado en otras actividades como, por ejemplo, jugar a la pelota en la vereda. La sabiduría popular porteña ha expresado la misma idea en el siguiente imperativo: "¡Garrá lo libro, que no muerden!".

¿Es esto cierto? A mi entender los libros muerden, y cómo. No creo en la lectura como panacea civilizatoria, ni en los libros como fetiches culturales infalibles. Ha habido y hay personas que leían mucho y que no por ello fueron ejemplo de nada. Ni el libro es, de por sí, sinónimo de cultura (hay muchos libros que son auténtica basura) ni el leer es un pasaporte seguro a la sabiduría o a la madurez. Ni a la inteligencia. Decía Chesterton que en el así llamado "mundo de la cultura" encontraba muchas personas que eran incapaces de pensar nada que no fuera banal: veneraban la inteligencia, pero no la practicaban.

El mismo universo libresco brinda ejemplos de las consecuencias perniciosas que puede acarrear el libro: mientras que a Don Quijote tanto leer lo volvió loco, a madame Bovary la indigestión de lectura la llevó al adulterio y al suicidio. Leer esos folletos antisemitas que circulaban por Europa pudrió el cerebro de Hitler, mientras que al peruano Abimael Guzmán un cóctel de Mariátegui, Lenin y Mao lo llevó a perderse en un Sendero poco Luminoso, con las consecuencias conocidas. Por supuesto que admitir los peligros del libro no impide reconocer sus virtudes. Saber que algunos mueren por amor (y, mucho peor, otros matan) no ha de llevarnos a abominar del amor.

Para escribir hay que leer, pero no basta leer para escribir bien, ni siquiera para escribir, simplemente. Un escritor no se concibe sin biblioteca y hay muchos escritores, empezando por Borges, que son auténticos escritores-biblioteca, aunque debido a la ceguera Borges, que leyó mucho de joven, no leyó de viejo, o sólo leyó lo que alguien le leía. ¿Puede existir un gran escritor que no lea? Sí, hay escritores que escribieron sin leer, algunos porque no podían y otros porque no querían, o porque no lo necesitaban. Antonio Gramsci (1891-1937) era un escritor y político antifascista que, detenido por Mussolini, pasó once años encerrado en reclusión solitaria, hasta su muerte, construyendo una enorme obra teórica y ensayística contando apenas con los libros que le enviaba su familia y que conseguían burlar la censura de los guardianes o los que le proveía la biblioteca de la cárcel. Aquel hombre casi lisiado, agobiado por terribles dolores y por la soledad del ergástulo, no escribió los géneros típicos de la literatura carcelaria, poemas (como Oscar Wilde en la cárcel de Reading) o autobiografía (como el general José María Paz), para los que basta la inspiración o el recuerdo, sino ensayos eruditos sobre la historia cultural de Italia. ¿Cómo suplía la falta de fuentes? Con su prodigiosa memoria e imaginación, que también es una forma del conocimiento.

En 1943 se publicó en Buenos Aires un modesto volumen de poemas breves y aforismos titulado Voces. El autor era un ex tipógrafo y carpintero, un inmigrante calabrés que se llamó Antonio Porchia (1886-1968). Parecía el típico aficionado que pergeña versos de domingo, motivo por el cual en principio no fue tomado en cuenta casi por nadie. Cuando Roger Callois, y luego André Breton y René Char, y luego Raymond Queneau y Henry Miller y Octavio Paz y, finalmente, hasta Borges (que lo comparó con Novalis y La Rochefoucauld) reconocieron el valor literario de las Voces, quienes frecuentaban a Porchia en su casa pobretona de Vicente López no podían creer la escasez de su biblioteca. Esa poesía había surgido no de una cultura literaria vasta, como todo hubiera hecho pensar, sino de muy pocos libros, o de otra cosa, misteriosa o innombrable.

Podrá suponerse que esta nota es una denigración del libro y la lectura, postura sin duda inoportuna en estos días en los cuales todo es celebrar al libro como a un dios absoluto. Mi propia experiencia desmiente esa suposición. Llevo ya más de medio siglo leyendo, desde que mi hermana mayor me enseñó a hacerlo, antes de ingresar en el primer grado inferior, quizá porque me vio flojo para aprender a la par de los demás chicos. Y así me aficioné y la afición se convirtió en vicio, y luego en condena y en salvación, en regla de vida y en moralidad. Tengo la suerte de vivir de lo que escribo -es decir, de lo que leo- por lo que soy como una ninfómana que trabajara de prostituta. Sin embargo, a veces envidio a los lectores vírgenes que aún tienen mucho territorio por conquistar, para los cuales Kafka, Pessoa o Borges pueden ser, aún, un descubrimiento. Así como los niños lloran cuando cae el telón sobre las peripecias de los títeres que los han fascinado, a veces, cuando el agobio de la lectura profesional me borra el entusiasmo de leer, me pregunto con melancolía: ¿dónde está aquella voracidad? Esa voracidad la veo en los jóvenes de hoy, tantas veces acusados de preferir las pantallas electrónicas a la letra impresa, pero que, entrenados como están en la velocidad cibernética, son lectores alucinantes. No todos, por supuesto, pero tampoco antes, en nuestra juventud, éramos todos grandes lectores. Pronto, nuevos desafíos borran ese desánimo y resurge la pasión de leer (¿de conocer?), ese rayo que no cesa...

César Bruto, mi maestro, tenía una regla de vida: "Menos trabajo y más osio". Parafraseándolo, yo me recomiendo a mí mismo (con esa duplicidad del ex libertino que predica moderación): menos libros, pero mejor leídos y mejor asimilados.