A veces he soñado, al menos, que cuando el día del juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de Estado vayan a recibir sus recompensas -sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero-, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”. Virginia Woolf -Un cuarto propio y otros ensayos-

Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.

Roberto Bolaño

Friday, May 26, 2006

Mario Anteo -La feria del lector-

La feria del lector
Mario Anteo

Hoy domingo concluye la Feria del Libro en Cintermex y comienza la del lector. Pues si compraste algún libro en tal océano de letras, habrás de leerlo, degustarlo, sacarle su jugo, eso si no quieres que tu compra sea como la del aparato de gimnasia que te costó una fortuna y que intacto duerme en el clóset hace un año.

Supongo que hace tiempo se extinguió el lector decimonónico que, en batín y pipa en boca, arrellanado en el sofá, paladeaba a Dante, mientras la lluvia escurría en la ventana y los leños ardían en la chimenea. De hecho me pregunto si alguna vez existió tan idílico lector, popularizado por el recuerdo victoriano.

Desde que tomamos el libro comienzan las dificultades, particularmente si somos de esos lectores remilgosos que no pueden ponerse a leer sin más. Los fumadores deberán conseguir los implementos de su vicio, mientras los adictos al café hervir agua. Quien no pueda leer un concepto sin subrayarlo irá a buscar un lápiz, y los asépticos descombrarán el sofá.

O sea que fatigoso ejercicio es la lectura, al menos la cómoda que huye de las prisas. Pues cuando por fin te has sumergido en el libro, no faltan contratiempos que te arranquen de la letras: llaman a la puerta, hay que revisar los frijoles de la estufa, es hora de ir por los niños.

Y entonces, otro problema: ¿con qué separar la última página leída, a fin de que a nuestro regreso retomemos el hilo? Doblar las esquinas de las hojas es criminal, arrancar una tira de una hoja de máquina un dispendio. Bueno, por esta vez coloquemos entre las páginas cualquier cosa a la mano, por ejemplo una caja de aspirinas, y vayamos a contestar el teléfono.

Lectores menos quisquillosos aprovecharán los ratos libres y sabrán aislar su mente y sumergirse en las letras en cualquier sitio: en la antesala del consultorio médico, mientras se espera al amigo en el café, etc. Obvio que una lectura tan entrecortada muchas veces requiere a la relectura, siquiera la del último párrafo, para retomar la corriente.

Noto que el transporte urbano ya no alberga al lector de historietas de vaqueros. Ahora en los camiones si acaso vemos al estudiante atento a los apuntes de clase, y muy de vez en vez al joven ilustrado que lee una obra "motivacional". En cuanto a la literatura de ficción, sólo recuerdo a una joven que leía a Benedetti en un "ruta uno", camino a la Universidad.

Se antoja increíble la hazaña de Arthur Miller; según él, leyó "La Guerra y la Paz" completita, sólo en los ratos mientras viajaba en metro camino a su trabajo. Demoró un año en despachar una novela de cientos de personajes, y quién sabe cómo logró desbrozar el enmarañado argumento, entre tanto jaleo de los pasajeros.

Dos lectores excepcionales, ambos con el mismo apellido: nuestro desaparecido amigo y poeta Jorge González, y Gonzalitos. Los dos leían mientras caminaban por la calle. De la ambulante lectura del primero yo fui testigo, pues Jorge vivía frente a mi casa, y en el recuerdo aún lo veo leyendo mientras se dirigía al mercado Juárez. En cuanto al segundo, se dice que respetuosamente la gente se hacía a un lado mientras el médico caminaba absorto en la lectura, y hay quien dice que tal "vicio" contribuyó a su posterior ceguera.

Irónico que el estudiante de Letras no pueda degustar los libros, pues a veces tiene que leer dos o tres novelas en unos cuantos días. Debe pues leer a mil por hora, saltándose descripciones y circunloquios, sobre todo si mañana es el examen y apenas hoy consiguió el libro, y el maestro es tan quisquilloso y malvado, que el infeliz saca las preguntas de la paja de en medio.

Recuerdo que en mis tiempos de estudiante de Letras, la biblioteca de la escuela poseía un gordinflón libro llamado "Mil libros", que condensaba mil obras narrativas. Era cuestión de suerte hallar desocupado este "mil usos", de modo que no era rara su consulta por dos y hasta tres estudiantes amontonados. ¡De cuántos apuros nos libró este libro sagrado! En fin, hay muchas clases de lectores. Está el que con tinta roja lo subraya todo, el que para dormir lee unas cuantas líneas a modo de somnífero, el que lee en la cama boca abajo sin que se le tuerza el pescuezo, el que despanzurra los libros de tanto forzarles el lomo, el que lee equis obra porque en el club no se habla de otra cosa, el que se infarta cuando en el clímax de la novela topa con una página que la distraída imprenta dejó en blanco.

Pero, definitivamente, el peor lector es el que, tras desembolsar su dinero a cambio digamos de un Quijote de lujo, coloca el libro en el estante mientras jura que algún día lo leerá, siquiera para no sentirse un tonto por gastar dinero de oquis.

Pero pasan los años y el Quijote aún aguarda su lectura, y un día hay aseo general en casa, y el bonche de libros, incluyendo el de Cervantes, va a dar a la calle Guerrero, donde una permanente, antiquísima Feria del Libro quizá te ofrezca un Quijote nuevecito e ilustrado por 20 pesos.